Existen numerosos grupos internacionales quienes creen que es la dieta, más que nada, que influye nuestras actitudes y emociones. Plantean, por ejemplo, que la carne roja y la papa suelen producir en los que se las coman el enfado, la ansiedad, y la violencia. Si bien la mayoría de estos grupos se encuentran al margen de la ciencia, Dr. Georges Oshawa logró comprobar la teoría con un rigor incontrovertible en la década de los cincuenta. Su investigación duró más de diez años; se componía de una investigación de la historia de la dieta en su país, pruebas con ratones, chanchos, y monos, y por último, entrevistas con cienes de seres humanos con procedencias y estilos de vida muy dispersas.
Hoy en día se ha vuelto muy de modo echar la culpa por la violencia en las calles a la violencia que se encuentra en los medios de comunicación, y en especial, en la televisión y en los juegos electrónicos. No es difícil imaginar las pandillas urbanas que, incitadas por los programas de sexo y de derramamiento de sangre, anden aterrorizando los barrios por noche mediante actos maliciosos. No se podían escapar las teorías de tantos periodistas (en los EE.UU.) que los juegos de video como “Doom” y “Quake” fueran la razón principal detrás de las terribles matanzas escolares en Arkansas y Colorado en 1.998 y 1.999.
El hecho que la comida determine nuestras acciones parece raro, pero cuenta con un respaldo científico. En cambio, aunque tengan cierto eco intuitivo, las anécdotas en cuanto a la televisión no tienen semejante respaldo. Es un asunto bien complejo, sin respuestas claras. Sin embargo, autoridades civiles y varias “meta-investigaciones” han revisado los más de tres mil estudios al respecto. Todos concluyen que: la mayoría sí sostienen que la televisión puede afectar los televidentes en forma negativa (¿cómo no?) pero que ninguno de los estudios respetables ha demostrado una relación de causa entre la violencia televisada y la conducta agresiva.
Nada en absoluto en este ensayo debería interpretarse como una defensa de, o una excusa por, la televisión; más bien, creo que es una de los trastos más odiosos de nuestra época. Tampoco voy a echar la culpa a la carne en adelante (ni volveré al tema). Sí intentaré hacer constar que la violencia en la televisión es creada como respuesta a nuestra propia violencia, y no lo contrario. Y si la violencia en la televisión es un efecto y no la causa, es nuestro deber como personas y como seguidores de Cristo, buscar sus fuentes verdaderas y las soluciones más allá de la algarabía popular, y muy posiblemente, muy adentro de nosotros mismos.
Para poder entender mejor la afirmación que la violencia en los medios de comunicación impacte negativamente a la sociedad boliviana y otras, vale hacer recordar que no es una denuncia nueva. Desde hace por lo menos dos mil años, ciertas personas han reclamado que los libros provocaran conflictos sangrientos, y por eso han querido limitar su circulación y hasta su contenido. Por ejemplo, la Biblia no se traducía a los idiomas de uso popular hasta hace pocos siglos. En tiempos más modernos, se advertía que los periódicos, las historietas ilustradas, y la radio, eran fuentes de peligro. La televisión, y ahora los juegos electrónicos, apenas son dos elementos más en el conflicto antiguo entre los que quieren difundir información (o entretenimiento) y los que quieren controlarla.
Se importó este debate a Bolivia junto a la tecnología. Si bien el impacto no es menos por no ser nativo, su naturaleza refleja una realidad extranjera. En los Estados Unidos no es principalmente una cuestión moral, sino un asunto político. Los liberales, cuyo apoyo proviene principalmente de la industria de comunicación, necesariamente defienden la Libertad de la Prensa. Echan la culpa por cualquier brota de violencia a la disponibilidad demasiado fácil de las armas de fuego. Los reaccionarios, en cambio, perciben una mayor parte de su apoyo del Complejo Industrial-Militar (MIC) y la Asociación Nacional del Rifle (NRA). Por consiguiente, se ven obligados a defender la libre disponibilidad de armas (también un derecho garantizado por la Constitución), y atacan los medios publicitarios.
Las armas pequeñas son parte íntegra de la violencia actual más destacada en los EE.UU., pero ésto no quiere decir que causan la violencia (por ejemplo, las pistolas pueden matar, pero si no es a propósito, no se llama la “violencia”). Asimismo, es evidente que Hollywood, la televisión, y los programas noticieros también juegan una parte en la violencia, pero no la produce. Los protagonistas en este debate arguyen según criterios no expresados, y lo hacen sin el menor respeto para la verdad. Los mismos datos sirven para afirmar puntos contrarios, y se sacan conclusiones que no tienen nada que ver con el contexto. Lo peor es que, mientras ocultan sus criterios reales, ocultan el problema verídico.
Mirar televisión no es una actividad, sino una inactividad. Sin embargo, cada rato algún guapo te grita que tomes tal cerveza, o una linda te insinúe que compres aquella crema dental: no es la actividad, pero tampoco es el descanso. La televisión exige mucho pero jamás desafía: es demasiado fácil. El cerebro está desenganchado, y los ojos pegados. Cuando era joven, notamos en mi familia que dos o tres horas seguidas bastaban para producir lo que llamábamos TV-itis: nos volvimos irritables, dispuestos solamente a gimotear y reñirnos. No era la violencia (que mis padres no nos permitían semejantes programas): el acto de mirar –sin nada más– era suficiente.
Además, la televisión crea anhelos para las cosas, y suele convertir estos deseos en “necesidades”. Claro está: es la función de los anuncios vender los productos, y sus creadores saben bien su arte. Pero también es cierto que los programas generan ilusiones por presentar casi únicamente los ricos. O sea, hasta los más “pobres” tienen casas lindas, autos del último modelo, etcétera. En mi opinión, este materialismo es una especie de violencia de por sí, porque suele crear valores distorsionados (“mira lo que tengo que no tienes después vos”) y por hacernos esclavos de los negocios y la plata. De todos modos, indirectamente provoca el hurto y el tráfico de drogas, porque los anhelos cuestan caro.
Hace casi viente años era de moda realizar estudios “naturales”, los que intentaron vincular la nueva introducción de la televisión en los países (o pueblos) con aumentos en los crímenes. Estos estudios se destacaban por sus numerosos errores metodológicos; entre ellos, la imposibilidad de separar otros factores posibles, como la urbanización. No obstante, junto a la “TVitis” y el materialismo, sugerirían que la televisión ya puede tener algo que ver con la violencia, sin ni siquiera tocar el tema de la violencia representada. La derecha no menciona nunca este factor, porque el materialismo y la misma televisión son una parte fundamental del sistema capitalista que ellos promocionan.
La derecha tampoco se refiere a los dos argumentos más fuertes en cuanto al daño ocasionado por la violencia televisada, por el daño que podría ocasionar a sus vacas sagradas. Primero es la casi completa carencia de modelos positivos en la Resolución de Conflictos. Como dijo Joycelyn Elders: “Por retratar la violencia como la manera normal de resolver los conflictos, los medios enseñan que es aceptable, la mejor manera de solucionar problemas.” Sin embargo, este punto hace muy susceptible la MIC, cuya existencia se basa en aplicar la fuerza en vez de la razón. Así la derecha se pone en la posición ridícula de no poder protestar un aspecto de la violencia ficticia, por el posible perjuicio hacia la violencia verdadera.
Psicólogos y expertos independientes en el trabajo social hablan frecuentemente del Síndrome del Mundo Malo. “Puede que los más afectados no sean los perpetradores potenciales, sino el resto de la población que llega a creer que la violencia es inevitable,” afirma Hermana Elizabeth Thoman. “Se manifiesta en muchas maneras socialmente tóxicas, como ser: un sentido de comunidad disminuido, castigos penales más fuertes, vidas cerradas con barras, y la pena de muerte.” Otra vez, no conviene a los politiqueros de la derecha enfatizar esta linea porque están de acuerdo con las cárceles cada vez mayores, etcétera. Sin embargo, y sin hablar de los resultados, ¿acaso no es una forma de violencia en sí el miedo?
La violencia es una demostración del poder dentro de una relación social. George Gerber revela que las mujeres constituyen apenas el 25% de los personajes en la televisión, y que la representación per cápita de las minoridades étnicas e impedidos es menos todavía. El mismo estudio comprobó que los grupos sub-representados no solo se hacen víctimas con más frecuencia, sino sufren desproporcionadamente. Asimismo, el retrato de las mujeres como objetos de sexo es totalmente sin consciencia. El público cuenta con una resistencia natural en cuanto a las peleas y matanzas (que se reconocen como violencia), pero no tiene semejante defensa contra estos mensajes sexistas, racistas, y xenófobas.
Hay buenas razones por preocuparse en cuanto a la televisión y la violencia. Nos tocará volver a éstas posteriormente; mientras tanto se encuentran al margen de la controversia. En el centro son los imagines vívidos de Chuck Norris (con su insignia y “honradez”, sus puños y armas: en mi opinión, más estólido que espantoso) y las aseveraciones de la NRA, sus portavoces, y sus politiqueros. Motivadas únicamente por defender la industria de armamientos, y no por buscar la verdad, sus representaciones imitan, irónicamente, la misma televisión: son muy evocatorias pero al fondo son vacías.
Una de las aserciones principales de David Grossman, en el artículo Capacitando para matar, es que la televisión y los juegos de video nos entrenan para tener instintos de matar, que no existen normalmente. Aunque sirve en lo teórico, y bajo condiciones especiales en el ejército, este peligro se vuelve real siempre y cuando el “perpetrador” ya tenga en la mano un arma peligrosa y cuando se enfrente una situación amenazante. En otras palabras, la televisión no puede llegar a ser un factor sin condiciones pre-existentes bastante raras, y en esos pocos casos es un factor muy secundaria que le ayuda al víctima a reaccionar con más eficiencia: no le hace más dispuesto ni más violente.
Presuntamente, el artículo reacciona ante un fusilamiento Arkansas, en el que dos jóvenes disparaban sus compañeros de clase y su profesora. Pero los mismos jóvenes eran la única amenaza, así que la teoría de capacitación no se aplica de ninguna manera. La verdad es que dentro de una semana habían aparecido tres proyectos de ley en contra de las armas, por lo que la derecha era capaz de proponer cualquier cosa para desviar la culpa. Su portavoz, Grossman también citó estadísticas de la Guerra de Secesión para demostrar que los soldados no sabían matar. Pero en la misma guerra, en Antietam, en una sola batalla de un solo día, murieron 27,000 soldados. Alguien allí sabía matar, sin acceso a la televisión.
Otros aseveran que la violencia, repetida y cada vez aumentada, es como el SIDA al revés: en vez de provocar un déficit de inmunidad, nos hace demasiado inmunes. Ésto es bien comprobado, y nuestra propia experiencia nos indica que tiene razón: lo que nos asustó ayer ya no llama la atención, lo que antes nos interesó ahora nos aburre. Sin embargo, el próximo paso, el de decir que por eso aumenta la agresividad, es un salto sin fondo. Las meta-investigaciones al respecto producen resultados mixtos, y había por lo menos un estudio bien respetable, que en 1.971 mostró justo lo contrario (ésto se conocía posteriormente como el “Efecto de Catarsis”).
Mientras la verdadera violencia en la televisión (envidia, materialismo, mal manejo de conflictos) no se ha aumentado desde los primeros días del medio, la violencia típica (peleas, crueldades, matanzas a balas) sí ha seguido creciendo durante toda su historia. Un estudio realizado por el Center for Media and Public Affairs encontró que entre 1.992 y 1.994, en los Estados Unidos, el número de actos violentos emitidos cada noche por las cuatro redes nacionales, PBS, y las cuatro redes más notables de cable, subió en un 41%. El ritmo de la subida ha sido todavía más rápido en los últimos cinco años.
Hace apenas diez años, los juegos electrónicos más avanzados, como Pong y Mario Bros., carecían casi por completo de violencia. En 1.992 salió Wolfenstein3D, seguido por Doom y Quake. Estos juegos, con la perspectiva de primera persona, tenían el objetivo único de matar (con armas cada vez más fuertes) tantos “enemigos” como posible. Los tres revolucionaron la industria, que actualmente produce cienes de nuevos juegos cada año, cada uno más sangriento del último, más cometida a la matanza violenta, y más “realista” (en función del impacto visual, no en el contenido). En 1.999, por primera vez, la industria de juegos electrónicos generó más ingresos que todas las películas juntas, mundialmente.
Grossman, la NRA, y su índole, hacen hincapié la vinculación percibida entre el aumento de la violencia transmitida y el aumento en la criminalidad, que hasta mediados de los noventa pareció fuerte (otra vez, se refiere a los EE.UU.). Sin embargo, en 1.994, al principio del auge de violencia en los medios de comunicación, súbitamente empezaron a bajar las tasas de crímenes violentes. Y mientras crecieron año tras año las barbaridades en la televisión y los juegos electrónicos, seguían bajando las tasas de asesinato, violación, y robo, en las ciudades y por todo el país. Ya no hay relación entre la ficción y la realidad: el argumento queda terminantemente desmentida.
De veras era el ex-presidente, George Bush, quien explicó este fenómeno cuando dijo: “¡Es la economía, tonto!” Según el sentido común y el New York Times, la teoría más corriente vincula la violencia en las calles con la pobreza (duh), y más que todo, la desocupación. Las tazas de desocupación en los EE.UU. también subieron paulatino pero seguramente entre los cincuenta y los noventa, para luego bajar hasta el dos o tres por ciento de hoy. Tiene mucho sentido: las mismas personas desocupadas y aburridos en los ochenta, actualmente tienen trabajo; en vez de buscar líos (y subsistencia) cada noche en la calle, ahora están descansando tranquilos en sus casas, probablemente mirando televisión.
Mirándolo desinteresadamente, las aserciones de los politiqueros de la NRA resultan muy débiles. O las investigaciones que citan se encuentran erradas, o se las citan erróneamente y fuera del contexto. Una economía fuerte ha derrotado los demás. Sin embargo, no quiere decir que la inquietud es sin fondo, o que los medios de comunicación se quedan sin culpa. Aunque la televisión no origina la violencia, como sugieren, en un pequeño número de casos sí actúa para aumentarlo, agravarlo, o “capacitarlo”. Pero si la violencia no proviene de la televisión, ¿por dónde es su fuente?
¿Qué es la violencia? Lamentablemente, las naciones del mundo nos enseñan muy claramente, y Bolivia no tiene las manos limpios. Es la guerra: se ha aniquilado la población paraguaya en la Guerra del Chaco (para defender intereses ajenas). Es los jóvenes reclutas, ametrallando a sus hermanos mineros en Catavi, la noche de San Juan, 1.967. Otros países más bárbaros aún, como el mío, no solamente saben manchar suelos extranjeros con la sangre de su pueblo, sino todavía practican en casa el homicidio premeditado que es la pena capital. No hay fin de las atrocidades que estamos capaces de cometer.
Catavi no fue más que una pequeña cuenta en el largo rosario que manosean los líderes de la patria, recurriendo a la bala cuando ya no hay ni palabras ni razón para respaldarlos. De la misma manera, el pueblo estadounidense se pregunta sin darselo cuenta: ¿Cómo podemos resolver nuestros problemas, y esconder nuestra culpabilidad nacional? Y no hay falta de políticos dispuestos a responder sin decirlo: “Trasquílense: echaremos la culpa a unos pobres (preferiblemente negros), y contestaremos la pobreza y la violencia nacional con la silla eléctrica.”
Claro que la televisión suele glorificar la guerra, y siempre hay un Rambo para derramar la sangre de los campesinos malvados que anden en contra de los intereses del estado. Sin embargo, aunque no conozco ni la guerra ni la represión armada (gracias a Dios), no creo que la televisión ni haya podido tocar la profundidad del horror de la cosa verdadera. Muchas veces los gobiernos nos hacen llegar a la casa este horror real, con la misma eficiencia de los emisores con su versión ficticia. Los policías motociclistas en los Estados Unidos siempre llevan cascos, por el buen ejemplo ante el público. Pero en cuanto a la violencia, el ejemplo de los gobiernos es todo lo contrario.
¿Qué es la violencia? Lamentablemente, no tenemos que buscar más allá de nuestras comunidades. En los Estados Unidos, ciento treinta y cinco años después de la Guerra de Secesión (que tenía más que ver con el comercio, pero casualmente libró los esclavos), los ciudadanos de decendencia africana todavía no se encuentran libres del odio, del prejuicio, o del miedo. Hace tres años, dos “blancos” ataron a un negro anciano a su camioneta y le arrastraron a altas velocidades por la carretera, vivo, hasta que partieron los miembros y la cabeza. Su único motivo de ellos fue el color de la piel. En Bolivia, los prejuicios contra los “indios” (los que califico como la fuerza del país) igualmente resisten la razón; aunque quizá no es tan sangriento, ahora, el racismo de cualquier naturaleza es en sí una forma de violencia.
Otro factor muy importante, que en los últimos años se nota muy claramente en la ciudad de Santa Cruz, es la pérdida de identidad ocasionada por la urbanización masiva. La mitad de los bolivianos todavía viven en el campo o en pueblos pequeños, donde todos se conocen desde siempre. Viven casi sin miedo del robo, violación, u otros crímenes violentes, y ni en un millón de años se podrían ver capaces de llevar a cabo una de estas barbaridades. Hace pocos años atrás, hasta Santa Cruz era así, pero ya no. Ahora por un lado el anonimato permite los crímenes violentes, y por otra, en el caso de muchas personas, la necesidad de rescatar la identidad los exige.
Gandhi hizo constar que la pobreza es también la violencia. Un sentido de la palabra “violencia” es quitar algo muy propio: el pobre es él que se le ha quitado los recursos económicos, la educación adecuada, y las oportunidades, o la alegría, los amigos, y la fuerza espiritual. Es normal echar la culpa al predestino: algunos son ricos y otros pobres, y en este sentido es la violencia del destino. Pero también, casi ninguna forma de la pobreza puede existir sin la complicidad de los vecinos, y esta falta es otra forma más de la violencia que ejerce unos contra otros. No es necesario mirar la televisión para ver la violencia más fea: basta mirar más allá de la maquina, y por la ventana. Allí está.
¿De dónde proviene la violencia? Lamentablemente, más hipócritas que los políticos que no profesan su fe, la violencia se enseña en nuestras iglesias. Hay pastores que predican el castigo de Jehová y las lamas del infierno, como se fuera el terror (forma clave de violencia) que nos debería motivar las acciones, y no el amor a Cristo. Al fin y al cabo nos va a juzgar un Dios compasivo, no los pastores del miedo. Sucede también cuando los católicos hablan mal de los evangélicos (como si tuvieron algo por temer), y cuando los evangélicos denigran a los católicos (como si tuvieron un monopolio en la fe o la gracia del Señor). La violencia entre las religiones siempre ha sido la más fuerte y la menos razonada.
¿De dónde proviene la violencia? Lamentablemente, la fuente de violencia más importante es el hogar. Un tema que se repite en las meta-investigaciones es el “efecto de auspicio”. Sujetos en los estudios de la violencia siempre son más dispuestos a manifestar agresividad cuando los investigadores parecen más permisivos, o modelan la conducta buscada. Además, se comprobó que el efecto se aumenta en cuanto más respeto tiene el sujeto por el “auspiciador”, sea el experimentador, un profesor, o los familiares. No creo que los padres necesitan estudios para saber que los niños aprenden actuarse según su ejemplo. Si este ejemplo incluye la violencia, será transmitida directamente a los jóvenes.
Es un problema sumamente serio la violencia doméstica contra la mujer. En los ochenta, el hogar de mis padres sirvió como una casa de seguridad para mujeres apaleadas, y sus hijos. Llegarían de noche y se ocultaron varios días; para proteger las señoras de sus esposos, no se permitía decir nada a los amigos. Este sistema particular existía porque las costumbres y las leyes no les escudaban. No tengo experiencia directa ni estadísticos oficiales, pero el problema parece mucho peor en Bolivia. Una amiga (casada) me dijo una vez que es un solo hombre en un mil, aquí, él que no sabe pegar a su esposa. Quizá sea una cifra exagerada, pero ella tiene ocho hermanas, toditas víctimas de sus esposos.
Como si el ímpetu hacia la mujer no bastara, es la violencia directa hacia los niños. Es la responsabilidad de los padres corregir a sus chicos cuando anden mal, pero ¡qué estupidez más irresponsable “hacerlo” con la huasca! Siempre hay alternativas constructivas (como la charla) que no enseñen que la respuesta más adecuada ante los problemas es la violencia. Ayer estaba andando por la calle, y salió una chica de siete años. “¡Pablo!” gritó a su hermanito, “¡Vas a venir ahorita mierda te voy a pegar!” Y justo se desató en lágrimas de miedo el muchacho. ¿Dónde aprendió la chica este comportamiento (y la lengua) si no era de sus padres, y cómo va a tratar a sus propios hijos cuando ella es la madre? Si la televisión provee un ejemplo peligroso unas horas por día, ¿qué de los padres las veinticuatro?
En un caso muy famoso de los ochenta, el estadounidense Ted Bundy fue sentenciado a morir en la silla eléctrica por haber violado y asesinado a varias mujeres. Rechazada su última apelación, Bundy se volcó en un cristiano evangélico y afirmó que fue motivado por la pornografía y videos de sexo y violencia. Sin embargo, como escribe Paul Wilson, “no hay ni un científico social ni un oficial de la ley que le da caso a su defensa que “la pornografía me hizo hacerlo”. Tampoco le creyó el juez. “Sus sentimientos con respecto a los efectos adversos de la influencia de los medios publicitarios intensificaron mientras acercó la fecha de su ejecución.” Aparentemente, Bundy simplemente no podía hacer frente a sus propios actos y su culpabilidad, por lo que quiso echarla a la televisión.
¿Qué es la fuente de la violencia? Lamentablemente, sea de la nacional, de la comunidad, del hogar, o de los medios de comunicación, nace toda la violencia humana en el mismo corazón humano: en mí corazón y en tu corazón. La violencia es el odio, codicio, celo, y traición, a los que damos abrigo, cultivamos, y enseñamos a la progenie. Es la ceguera, la impaciencia y la pereza, por lo que pretendemos eliminar los problemas, en vez de solucionarlos. Sabemos estallar de ira, físicamente o de formas más sutiles, siempre optando por los métodos más rápidos pero menos sostenibles. E igual como Ted Bundy, entramos en el auto-engaño: a todos nos seduce fingir que la culpa se encuentra en otra parte ajena.
Cuando hay una pelea en la escuela o en la calle, todos quieren verla. Por más nos conviene creer que la televisión causa la violencia, la verdad es que nuestra violencia crea la televisión: el medio no es más de un espejo que se ha de reflejar lo que queremos mirar (por lo que, si miramos bien, podemos ver nuestra reflexión sobrepuesta en la pantalla). Nos absorbe nuestros “ismos”: el racismo, clasismo, y materialismo; nuestros temores: la dentera y la avaricia; y nuestras limitaciones: la flojedad y el grito fuerte en vez de la instrucción razonada. Por supuesto, la televisión nos devuelve lo mismo con creces. No es de extrañar si vuelve a agravar nuestras debilidades un poquito.
En un mar de la violencia, el impacto de la televisión –en Bolivia y alrededor del mundo– es un pez muy pequeño. Existen organizaciones poderosas que les conviene convertir este pecito en un tiburón blanco en la imaginación popular, pero según las cifras más exageradas (determinadas por investigaciones dignas del nombre) la televisión juega una parte en apenas el cinco por ciento de la violencia. Además, la TV no es la estrella de la producción sino lleva un papel apenas de apoyo. Sin embargo, se puede preguntar: ¿acaso no es una inquietud importante, aunque sea de cinco por ciento o un solo por ciento? Claro que sí: la violencia es la violencia, y se ha de enfrentarla donde se encuentra.
Si es que la violencia en la televisión y los juguetes electrónicos es una respuesta a la demanda popular, queda cierto que la única manera de reducirla es por reducir la demanda. Por eso, cartas en contra de la violencia, mandadas a las redes o productores internacionales de televisión, no tendrán ningún efecto en sí, aunque sean miles o miles de miles. Las empresas grandes tienen formas muy sofisticadas de medir la popularidad de sus programas, mediante “ratings” y estudios (es a base de éstos que se venden tiempo para los anuncios): lo que sigue alto, seguirá estrenando. Mucho menos sirve escribir o protestar contra los emisores locales, ya que en su mayoría éstas no tienen ninguna decisión al respecto.
Tampoco serán eficaces las respuestas tecnológicas, como el “v-chip” promovido por Presidente Clinton, el que supuestamente permitirá a los padres limitar el acceso a ciertos programas. En primer lugar, si los niños quieren ver un programa, siempre van a poder: en la casa de un amigo, o en video, etc. Segundo, los jóvenes entienden la tecnología mejor que los adultos: los padres no tardarán en encontrar que son sus programas los restringidos, y no los que quieren controlar. Finalmente, alguien tendrá que juzgar cada programa. Ésto implica una especie de la censura, o por lo menos la censura potencial, poder que siempre llega a ser abusada, y que no tiene ningún lugar en las sociedades democráticas.
Por eso, en vez de pedir que cambien las redes, la responsabilidad y la necesidad de cambio cae sobre nosotros. El primer paso en reducir la cantidad del sexo o de la violencia en la televisión, es dejar de mirar semejantes programas nosotros mismos, y hablar de forma razonada con nuestros hijos para que ellos se controlen sus hábitos televidentes y para que entiendan el porque. Luego, convencemos a los amigos, los compañeros de trabajo o de la iglesia, y otros con sentimientos afines, que hagan lo mismo. (Si queremos afirmar nuestra oposición al materialismo, tenemos que botar –o dejar de comprar– la caja del idiota. Sin embargo, ésto no afecta tasas de violencia.)
En un sentido importante, los bolivianos sí son víctimas de las redes internacionales de la televisión. En algunos mercados (como los Estados Unidos), se ha demostrado que los programas de alta violencia no siempre ganan los “ratings” más altos; y que los productores ya preferirían estrenar programas más benignos. Sin embargo, el mercado doméstico ya no es rentable, por lo que se ven obligados a vender programas hacia el exterior. El mercado internacional exige la violencia (y el sexo gráfico) porque es una lengua universal: el punzón no hay que traducir. Es desafortunado, pero implica una oportunidad: por no mirarlo (o por exigir más programación nacional), los bolivianos podrían impactar la violencia televisada mucho más que la violencia impacta los bolivianos.
Para tener un impacto mínimo en este sentido, tendría que haber un movimiento grande, cosa que no va a suceder ni pronto ni fácilmente. Hasta mientras, hay algunos pasos concretos, sencillos, y constructivos, que se pueden realizar en el hogar. Para los padres, tal vez lo más importante es no mirar programas que se prohíben a los niños. La racionalización de que los adultos tengan alguna resistencia es ridícula, y a lo mejor, enseña a los jóvenes que la violencia es un lujo que podrán disfrutar cuando ya sean grandes. A la misma vez, es sumamente saludable mirar hasta los programas más violentes con los hijos, para que la familia pueda contemplar y analizar la experiencia juntos (y preguntarse: ¿por qué?).
Hay también un movimiento, promovido principalmente por la Iglesia Católica, que se destaca cada vez más en las escuelas públicas de Estados Unidos (entre otros lugares). Se conoce como la Concientización en los Medios de Comunicación (“Media Literacy”). Tal vez no está disponible en Bolivia todavía, pero sus conceptos claves son los siguientes:
1.Todos los mensajes son interpretaciones:
La concientización sobre las opciones hechas disponibles a los productores de la violencia televisada sensibiliza a los televidentes en cuanto a los factores sutiles en las decisiones con respecto al héroe, al conflicto, a las resoluciones, y a las consecuencias retratadas.
2.Cada forma de comunicación tiene características únicas:
La violencia retratada en los programas noticieros se distingue de la violencia en los periódicos, y el impacto de la letra violente en la música popular se distingue de la violencia en las películas.
3.Individuos suelen interpretar los mensajes de los medios publicitarios en formas únicas:
Una escena violenta en la televisión sugerirá conceptos distintos a cada individuo, según su edad, raza, religión, origen étnico, experiencias personales, actitudes, y trasfondo.
4.Los mensajes son representaciones del mundo:
Los mensajes que retraten la violencia son poderosos porque proyectan un punto de vista social, una perspectiva acerca del cómo el pueblo puede (o debe) comportarse, actuarse, o reaccionarse.
5.Los mensajes tienen propósitos económicos:
El propósito de los medios populares es vender las audiencias a los auspiciadores de los anuncios, y la violencia es una forma confiable para asegurar una audiencia grande.
Semejantes programas de conciencia han cambiado radicalmente las opiniones populares en los Estados Unidos en cuanto a los cigarrillos, los cinturones de seguridad, etc. Los autores de la Concientización en los Medios de Comunicación esperan que ésto también tendrá su impacto, no inmediatamente en el contenido de los programas, sino la actitud de los televidentes. Como testificó Hrma. Elizabeth Thoman, “¿Quiere decir que nunca mirarán de nuevo los Power Rangers? No necesariamente. Pero garantizo que jamás podrán mirarlo pasivamente o sin pensar, lo que constituye una diferencia enorme.”
No será nada fácil contrarrestar los efectos negativos de la televisión. No es un problema técnico sino social, por lo que serán necesarios la concientización profunda y una transformación personal. Sin embargo, es apenas un solo aspecto de una cuestión mucho más complicada, así que se puede enfocar en ello y desarrollar pasos concretos y puntuales hacia su remedio. En realidad, los políticos prefieren hablar de las armas y la televisión porque en esos casos pueden plantear lo que parecen soluciones. En cambio, es mucho más difícil pensar en el mundo de la violencia real; donde no se puede desenchufar fácilmente sus causas.
El Mahatma Gandhi es conocido por la historia como un ‘pacifista’, pero él mismo nunca se identificó con el término. Más bien, lo rechazó. Se refirió como un activista para la paz, o un activista no-violente. Solía enfatizar que la pasividad es su yunta nomás de la agresividad, y que el pecado de la omisión es tan culpable como el de la comisión. Tal vez nos parece imposible conquistar las causas múltiples y hondas de la violencia, y por eso las miramos como miramos la televisión: despertados de vez en cuando por los gritos, pero esencialmente inactivos. No obstante, si queremos efectuar el cambio, primero tendremos que alzarnos del sofá y trabajar para el cambio.
Más que todo, la teoría del enlace entre la televisión y la violencia tiene la función de ayudarnos en echar nuestra culpa al otro lado. En otras palabras, es la paja en el ojo de las redes y las empresas emisores que nos permite no fijar en el tronco en el nuestro. ¿De qué serviría eliminar el mal ejemplo de la televisión cuando seguimos pegando a nuestras Señoras e hijos? ¿De qué serviría concientizar a la familia en cuanto a los medios publicitarios cuando envidiamos la casa, la máquina para lavar ropa, o posiblemente el esposo de la vecina? Por eso, el otro paso indispensable, después de dejar atrás la pasividad, es enfrentar con coraje nuestra propia violencia, la que sabemos guardar muy de adentro.
La matanza de San Juan en Catavi sigue repitiéndose hasta hoy. En el año 2.000 un tirador de primero, empleado del gobierno, mató en sangre fría a varios campesinos cocaleros en las calles de Cochabamba. Y en el Chapare, por lo menos veinte jóvenes del ejército boliviano perdieron la vida, uno por uno, en defensa de los intereses del estado. Miles de personas manifestaron en contra de la política de “coca cero” importada del exterior, y muchos otros reclamaron los perjuicios ocasionados por la reacción. Pero breve era el escándalo causado por la violencia de por sí, y muy callada cualquier protesta. Los que queremos luchar para la paz, hemos perdido una oportunidad importante.
La pobreza produce la violencia, y la violencia produce los pobres. En este país vivimos rodeados por la escasez de recursos; en el norte es menos visible pero aún más grave. Enfocando primero en nuestros propios barrios o comunidades, tenemos que buscar (o seguir buscando) el auto-estimo y el bienestar de todos. Si nos hace falta plata, siempre podemos vender nuestras televisiones. Hace dos mil años, Cristo nos enseñó dar a los sin ropa, visitar la los enfermos, e ir a ver los encarcelados. Hoy día es necesario añadir: no hacer caso de la hegemonía de los platudos o muy bien educados, convivir con todos igual no obstante el color de la piel, y respetar a las históricamente subestimadas mujeres.
La oportunidad para el mayor impacto contra la violencia será en el hogar, porque allí está donde viven los niños. Es imprescindible eliminar por completo la violencia física, sea entre los esposos (generalmente el hombre pegando a la mujer), hacia los niños, y entre los niños. Los castigos contra los niños primero deberían convertirse en retenciones de cosas queridas, y seguidamente se los deben abandonar en favor de las conversaciones razonadas, que no “penan” sino enseñan lo correcto (tanto por el contenido como por el ejemplo). El objetivo es demostrar que mientras el conflicto es necesario e inevitable, es a la vez una oportunidad para el crecimiento (de todos). En vez de tapar los problemas con el grito o con la huasca, enseña el proceso de buscar soluciones verdaderas.
Después de quitar de en medio con la violencia de la mano (o en el caso muy raro donde no la hay), se ha de dirigirse ante las formas de la violencia más sutiles. En la casa, estas pueden ser la dominación o la superioridad (usualmente por parte de uno de los padres), el comporte pasivo-agresivo, la incapacidad de compartir las cosas o juegos, competencia negativa, y hasta la mera falta de cortesía básica. (Nadie es inocente: si no se encuentra alguna deformidad, hay que buscar con más esmero.) El niño que se cría así saldrá al mundo de la violencia muy pronto, y tendrá que ajustarse a esa realidad. Sin embargo, tendrá un ejemplo positivo mil veces más potente que lo negativo de la televisión, etc., sobre el cual podrá basar sus acciones, sus relaciones, y su futuro: el futuro de todos.
Si una familia, una comunidad, o una nación, pudiese realizar cualquier de estos cambios, sería un logro sobresaliente, y muy bendecido por Dios. Por otra parte, ninguno de estos cambios representa más de lo superficial, sin la transformación –sea lenta y parcial– del corazón humano, donde la violencia tiene su nacimiento. Las buenas nuevas son que junto a la violencia, el espíritu de Dios también radica en nuestro corazón. Si lo permitimos, nos ayudará en la lucha contra el miedo y la testarudez, que abrigan la violencia. Claro que eliminar totalmente a nuestra violencia es totalmente irrealizable. No obstante, con Dios en el corazón, no hay nada que no sea posible.
philes/violencia.html; written/revised 02 September
2011
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