La primera vez que vi la pequeña Silvia, ella estaba al punto de una tormenta de lágrimas. No podía satisfacer a su madre, Doña Ruth, en cuanto al manejo de platos y cubiertas para el desayuno. Sus piernas cortas recorrían el patio de la Residencial Muyupampa, entre la cocina y el comedor, las manos llevando una cuchara esta vez, luego otra más grande; una taza primero, y después el platillo. Por rápidas las piernitas, ni el viento tenía suficiente velocidad para agradar a su madre. Y por cualquier cosa que trajo, había dos más que había olvidado. Las palabras de su madre eran fuertes, impacientes, y no lograron ayudar a la pobre chiquita.

Después, la Doña Ruth, que también cuenta en su contra con haberme dicho ‘feo, bien feo’, y que por la barba ‘te pareces un chivo’, pasó la mañana entera con su hijita, ayudandola con sus tareas de la escuela. La Silvia practicaba deletrear: mama, papa, sopa, ropa. Le costaba tiempo y esfuerzo formar cada letra, y cada palabra era una eternidad. ‘¿Sopa, voy a escribir?’ preguntó la chica. ‘Sí... sooopaaa vas a escribir’ respondió su madre un sinnúmero de veces, con ternura, y sin cansarse jamás. Me vi obligado a modificar mi opinión respecto a su paciencia y bondad.

Antes de irme el próximo día, charlaba un rato con Doña Ruth. Maneja la Residencial así solita, y me contó de los problemas de agua en su potrero. Pero después, hablaba más de sus hijas, que son cinco. Las tres mayores todas son profesionales, en Santa Cruz una farmacéutica y otra profesora, la tercera una contadora en Cochabamba. Luego la Katy, en el colegio, y por supuesto, la Silvia. ‘Si tuviera un varón,’ dijo, ‘ese se quedaría a vivir en Muyupampa. Pero aquí no queda nada para mis hijas y se van, se van. Se van, y no vuelven.’ Y la última vez que vi la Doña Ruth, ella también estaba al punto de lágrimas.

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philes/silvia.html; written/revised 01 September 2011
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